Camina hacia la luz

quirofano

Pasar por un quirófano siempre acojona, por pequeña que sea la intervención, sobre todo si es la primera vez. Un par de días antes vas a cita de anestesia, donde firmas un consentimiento: básicamente firmas ser consciente de que puede haber complicaciones y de que incluso puedes quedarte en el sitio, aunque eso sólo ocurre «raramente». Bien. Busco estadísticas y veo que sólo hay un fallecimiento por cada 100.000 intervenciones con anestesia general. Imagino que, siendo joven y estando sano, mis posibilidades se reducen mucho más, pero aun así… Sobre todo, me parece antinatural eso de que te duerman y que cuando te despiertes, chas, todo haya terminado. Pura brujería, uno no acaba de creérselo, y de ahí la desconfiaza o el temor.

El día de la operación llegas a la clínica, firmas los últimos papeleos y pasas a la zona de quirófanos. Primer requisito: despelotarte y ponerte un gorrito, unos patucos y una bata de papel abierta por delante, sin botones ni cinturón. “¿No puedo dejarme la ropa interior?”, pregunto a las enfermeras. “No”. Vamos, que vas con la minga al aire, si quieres taparte has de cerrar tú mismo la bata con la mano.

En ese estado de indefensión llego hasta una primera camilla, donde me preguntan por enésima vez si es alérgico a algún medicamento, si bebe, si fuma, etc. Me colocan en la muñeca una aguja  conectada a un gotero, por donde entrarán todas las dronjas que harán más llevadera la experiencia. Durante esos momentos esperaba que llegara finalmente el ataque de ansiedad que llevaba días temiendo, pero no. Adopté la consigna «déjate hacer», y los nervios aguantaron sorprendentemente bien.

Surge un inconveniente: la sangre está yendo hacia el gotero, en vez de entrar el suero en mi torrente sanguíneo. Una enfermera dice “qué charro” (“chistoso”). Yo pienso: “sí, para partirse”. Llega otra más experimentada y lo arregla, no sin antes desconectar el tubito conectado a la aguja, del cual surge un chorrito de sangre. Cosas. En esta situación preoperatoria uno espera que lo traten con extrema delicadeza, que lo mimen y tranquilicen, y no es que el personal sea brusco, pero para ellos es una rutina; resulta inevitable y no puede reprocharse. En una papel prendido en la pared hay un lista con nombres, donde figuras tú, lo que te van a hacer y los clientes que vendrán después. Ya digo, rutina.

Llega el cirujano con su ayudante y te saluda. “¿Qué tal todo?” “Bien, bien”. Me pide sacarme unas fotos preoperatorias. Hace algo sorprendente: me escribe las iniciales de mi nombre en el vientre con un rotulador, como si fuera una res (“es para no confundir las fotos” luego), y efectivamente me saca unas fotografías. No puede evitar encontrar cómica la situación; mejor. Ambos doctores se retiran a una sala adjunta, esperando el momento de entrar en acción.

Me dicen que coja mi gotero y me llevan caminando por fin al quirófano. Sigue sin llegar el ataque de ansiedad. Me tumban en la mesa de operaciones, me atan una mano (o las dos, no recuerdo) con correas y empieza aparecer toda la parafernalia que uno asocia con las intervenciones, con electrodos, electrocardiogramas y demás. Entra una señorita enmascarada que me dice su nombre y me anuncia que será mi anestesista. Las enfermeras empiezan a inyectar sustancias al gotero. Unos 15 segundos después empiezo a percibir claramente los efectos de las mismas. “Ya lo noto, le digo a la anestesista”. “Claro, ya se está durmiendo”. Creo que no aguanto despierto ni otros 15 segundos más.

El despertar

No, no es como en las pelis, que te duermes y te despiertas después de un fundido en negro. Claramente hay una percepción de paso del tiempo, igual que cuando uno duerme. Fue una de las mayores enseñanzas de toda esta experiencia: la percepción clarísima de que el cerebro sigue trabajando en los estados de inconsciencia. Sí, sabía que había pasado tiempo, pero no podía asegurar cuánto (luego me dijeron que una hora y cuarto). Si soñé algo, no lo recuerdo. Tampoco vi el túnel de luz blanca, lo siento, aunque queda bien como título del artículo. Al recuperar la consciencia no estoy en el quirófano, sino en una sala contigua. Las enfermeras me acompañan. “¿Cómo fue todo?” “Muy bien”.

La anestesia tarda un poco en diluirse. Al principio, pequeños temblores, e incluso risas, que se pasan en menos de diez minutos. Enseguida estás totalmente consciente, pero no te permiten levantarte. Una de las primeras cosas que haces es comprobar discretamente que sigues teniendo la minga en su sitio (si a un hombre lo operan y dice que no lo ha hecho, miente). Lo que más molesta no son las incisiones de la operación, sino un claro malestar en la garganta que indica que he tenido un tubo en la tráquea durante un buen rato. Una pinza en el dedo me toma la pulsaciones, y sigo con el gotero acoplado a la vena, pero ya vacío y arrugado. Has de pasar como una hora en la camilla, estabilizándote. Como la última comida ha sido la noche antes, el hambre aprieta. Te traen una infusión que sienta muy bien.

Ya sólo queda salir de la clínica y firmar unas cositas, pero se intentan evitar accidentes a toda costa: las enfermeras traen mi ropa y, todavía tumbado en la camilla, me visten como a un bebé, incluyendo la ropa interior. “¿Será que me puedo vestir solo?”, les pregunto, usando ese modismo colombiano. “No se preocupe, es nuestro trabajo”. Pues muy bien. Por fin estoy vestido, incluyendo una ceñida faja posquirúrgica que deberá acompañarme durante muchas semanas, pero aún no puedo levantarme, sólo me permiten incorporarme en la camilla. Al rato traen una silla de ruedas y tras sentarme en ella me llevan a recepción, donde me espera la acompañante que tanta paciencia ha tenido. Una vez allí ya soy responsable de mi suerte y puedo ponerme en pie. Firmo los últimos papeles y salimos al exterior. No pasó nada de lo temido, y el ataque de ansiedad nunca llegó. La verdad es que, globalmente, es una experiencia instructiva. ¿Mi consejo si tienes que operarte? Infórmate, escoge un buen sitio y deja hacer a los profesionales médicos. Puede que para ellos todo el procedimiento sea rutina, pero seguramente por eso hacen un buen trabajo.
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