La mitificación del viaje en el mundo moderno


El Taj Mahal, uno de los «sitios que hay que ver antes de morir».

En este artículo trataré de analizar un fenómeno cultural muy en boga: la mitificación de los viajes turíticos en gran parte del mundo occidental, que ha llegado hasta tal punto que muchos los viven como una especie de estilo o filosofía de vida. A poco que observemos la realidad actual, resulta fácil apreciar el enorme prestigio social y que ha adquirido el viaje, especialmente si es internacional: hoy día, es la opción vacacional número uno de un gran porcentaje de la población, siendo especialmente apreciada por el sexo femenino. Muchas mujeres contemporáneas citan entre sus principales aspiraciones «dar la vuelta al mundo», o más típicamente, su deseo de «conocer culturas», frase que se ha convertido en auténtico «meme» de nuestros días.

Se trata de una afición bastante nueva, especialmente en España, donde en décadas anteriores no existía esa necesidad perentoria de viajar, aparte de que el nivel económico y de idiomas tampoco lo permitía. No obstante, en Europa era un hobby muy extendido desde hace mucho tiempo, así que en los últimos años únicamente nos hemos igualado con nuestro entorno. ¿Pero de dónde viene esta necesidad que se ha convertido en casi irrenunciable? ¿Es realmente tan gratificante y enriquecedor conocer otros países? Tras una prolongada reflexión sobre el asunto, creo haber detectado unas raíces psicológicas bien definidas para el fenómeno, relacionadas con la forma en que el hombre y mujer modernos se enfrentan a su entorno social y laboral. Desde mi punto de vista, los dos principales motivos del afán viajero son:

1. El cosmopolitismo como ideal.

En el mundo occidental han cobrado muchísima fuerza conceptos como la igualdad entre todos los ciudadanos del planeta o la difuminación de las fronteras culturales. Así, para muchos occidentales es prácticamente lo mismo un habitante de Canadá que uno de Sri Lanka, Pakistán, Nueva Zelanda, Islandia o Perú. Muchos llegan a definirse como «ciudadanos del mundo», incluso careciendo de conocimiento de idiomas o de experiencia viajera. No ocurre lo mismo por lo general en lugares como Asia o África, donde predomina más el orgullo por la propia identidad (a veces a niveles exagerados) y no existe un especial afán por igualarse con otras realidades culturales. Ejemplos claros de esto último serían el mundo islámico, la India, China o las etnias africanas.

Para los occidentales que consideran las barreras políticas y culturales poco más que una ficción autoimpuesta, haber visitado muchos países (o mejor, haber vivido en ellos) se considera hoy día mucho más deseable que no haber traspasado nunca las fronteras de la propia patria. Según esta filosofía vital, el que viaja, además de conocer entornos distintos al suyo, consigue, gracias al contacto con otras culturas y modos de vida, ampliar en gran medida sus horizontes mentales, mientras que aquél que no viaja es más propenso a la rigidez cultural e intelectual.

2: La libertad como valor absoluto.

Este concepto cosmopolita se opone al tradicional, vigente durante varios siglos, de la persona o familia más bien ancladas a su ámbito inmediato, ya sea el pueblo, la ciudad o la región (con la salvedad de los pueblos nómadas). Esto se relaciona con nuestra evolución social: en muchos países los jóvenes han retrasado su incorporación a la vida adulta, optando por alargar al máximo el período estudiantil y permaneciendo en el domicilio paterno hasta la treintena o incluso más allá. Si hace unas décadas no era extraño ver veinteañeros plenamente incorporados al mundo laboral y siendo padres de familia, hoy día es una rareza ver parejas con descendencia antes de los 25. Obviamente, menos responsabilidades implican más libertad -un valor celebradísimo en la actualidad-, que se utiliza por ejemplo para realizar viajes.

Esta sublimación de la libertad ha calado especialmente en el sexo femenino, cuyo antiguo papel de administradora del hogar ha sido insistentemente vilipendiado. Ahora, «liberada» de esta función, la fémina contemporánea se encuentra en una tesitura extraña, obligada a satisfacer gran número de expectativas, a menudo autoimpuestas: por un lado busca la realización y la independencia mediante el trabajo, mientras por otro aspira a un modelo de relación sentimental excesivamente idealizado en la cultura popular (cine, libros, revistas…). Su mentalidad está muy permeada por las ideas expuestas en el punto anterior: libertad, internacionalismo, exploración del mundo… Pero oponiéndose a todo ello está la necesidad biológica de la maternidad, que a menudo debe postergarse en aras de estas nuevas aspiraciones. Esto lleva a sentimientos contradictorios y una ansiedad subyacente en gran número de mujeres trabajadoras, que por ahora optan mayoritariamente por este nuevo concepto de realización personal.

Examinados los motivos que nos inducen a realizar viajes, toca analizar si al hacerlo realmente se cumplen los objetivos anhelados.

1. ¿Es realmente tan satisfactorio viajar?

Una de las cosas que me chocan de la pasión por el viaje es que desplazarse a grandes distancias no es algo instintivo en el ser humano. Por el contrario, nuestro impulso biológico es asentarnos en un lugares donde tengamos la mayor cantidad de recursos posibles a la menor distancia. Es cierto que también existe un afán innato de exploración, pero éste es más un rasgo de ciertos individuos que de la especie. Además, la mayor parte de las grandes exploraciones históricas tuvo detrás, más que la curiodidad, motivaciones militares o económicas, con expediciones muy nutridas y amplios medios.

El viaje realizado de forma individual o en pequeños grupos es algo muy diferente: al visitar el extranjero nos encontramos en un entorno desconocido, a menudo desconociendo el idioma y las costumbres locales, con pocos recursos económicos y el único apoyo de nuestros acompañantes si surgiera un problema. En otras palabras: se dan una serie circunstancias que normalmente nos provocarían un gran estrés. A esto hay que añadirle los preparativos previos que requiere cualquier viaje a un lugar lejano: reserva de billete, búsqueda de alojamiento, preparación del equipaje, encontrar quien se ocupe de nuestros asuntos (mascotas, plantas, etc.). Incluso aunque el desplazamiento no nos suponga un gran esfuerzo económico y todo salga exactamente según lo planeado, resulta obvio que los viajes exigen esfuerzo y planificación notables. ¿Por qué siguen siendo tan populares, pues?

Algo que nos ayuda a entenderlo es que son una actividad realizada casi siempre en compañía. Pese al afán por conocer mundo, muy pocos son los que se lanzan a la aventura en solitario, y normalmente se viaja con un compatriota que proporciona compañía y soporte moral. Además de esto, puede argüirse que el viajero adopta durante su estancia en el extranjero una particular actitud, que le permite minimizar lo malo o estresante y retener sólo las momentos lúdicos y placenteros. Si, por ejemplo, hay un un fallo en la reserva del hotel y se pierde un día buscando otro alojamiento por toda la ciudad, se hará un esfuerzo por borrar ese mal trago del balance del viaje.

Otro ejemplo de esto: al viajar existe el peligro considerable de que en el país de destino nos encontremos unos hábitos socioculturales casi inaceptables para nosotros, o que las condiciones de vida de la población sean tan muy penosas, con calles insalubres, comida servida en malas condiciones, delincuencia, comportamientos machistas, racistas y otras discriminaciones… Pero pese a todo, el viajero suele ver todo esto con ojos románticos, y lo que no aceptaría de ninguna forma en su país tiene a considerarlo con naturalidad parte de la «cultura local» cuando lo ve fuera.

Los riesgos del viaje, además, suelen estar muy controlados: casi todos los países tienen zonas turísticas protegidas y el viajero sabe que apenas se permanecerá unos días en el extranjero, siempre con el billete de vuelta en el bolsillo. Así, podemos establecer un paralelismo con los que disfrutan en las montañas rusas y atracciones similares: indiscutiblemente, precipitarse al vacío desde 30 metros es una experiencia terrorífica, pero el que sube a la atracción la convierte en placentera al saber que su integridad física no corre peligro, disfrutando la secreción de adrenalina que tales experiencias normalmente provocan. Considerando esto, durante el viaje, ¿el disfrute es intrínseco a la propia experiencia o depende de que el viajero sepa que todo está bajo control?

2. ¿Amplían los viajes nuestra cultura y horizontes?

Éste es uno de los puntos más discutibles del fenómeno. Yo empezaría cuestionando la misma premisa de que se viaja por motivos culturales. ¿Qué conocimiento general tiene el ciudadano occidental medio del planeta que habita, a un nivel social, cultural y político? ¿Puede la oficinista típica, que declara querer «conocer todo el mundo» hablarnos de las zonas de extensión del islam, de las causas del subdesarrollo en Sudamérica o África, del sistema de castas en la India o de si los chinos se llevan bien con los japoneses y los coreanos? Lo cierto es que hoy día no es muy complicado conocer la cultura de otro país, pues existe abundante información gratuita en la red sobre todos los aspectos de una nación; incluso es posible leer su prensa diaria, o, si deseamos un contacto aún más directo, chatear con alguno de sus habitantes o agregarlos a nuestras redes sociales. Sin embargo, es muy raro que alguien esté en contacto con una persona de otro país que no haya conocido en persona previamente, excepto si está buscando un matrimonio internacional.

Así pues, ¿a qué se refiere exactamente el meme «conocer otras culturas»? Si no hay un deseo de comprender el panorama internacional, ni de explorar las interioridades de un país, ni de interactuar en profundidad con su gente, se diría que este «conocimiento de una cultura» se queda en los aspectos más superficiales y folclóricos de la misma, y se refiere más bien al lado lúdico y vacacional del viaje. Si bien esto no tiene nada de malo, sería más honesto admitirlo abiertamente, y no tratar de presentar lo que es mero turismo como una especie de ansia exploradora. Lo cierto es que conocer la vida y las gentes de cualquier lugar requiere residir allí durante meses o incluso años, período en el cual se suele pasar de la condición de turista a la de ciudadano. Por supuesto, en un viaje turístico pueden experimentarse muchas cosas que escapan del alcance de los libros, documentales o la página web, pero siempre con los límites impuestos por un viaje corto, sobre todo si no antes nos hemos documentado razonablemente.

Para ilustrar este punto, puedo poner el ejemplo de la nación extranjera que más me atrae: Japón. Tras mucho tiempo interesado en su cultura y sociedad, y habiéndolo visitado en una ocasión, puedo decir que tengo bastante familiaridad con ese país, pero no me atrevería a afirmar que la conozco en profundidad. Para ello, debería haber leído mucho más sobre él y haberlo visitado más veces y con más tiempo. Desde luego, conocer Japón fue una experiencia magnífica, pero sólo me aportó una parte de mis conocimientos sobre el país. Y si tras todo este tiempo no conozco en profundidad la cultura nipona, ¿cómo podría el viajero típico afirmar que «conoce» un país tras estar en él apenas una semana?

3. ¿Nos hacen más libres los viajes?

Quizá ésta sea la cuestión más interesante sobre el tema de este artículo. ¿Somos individuos más libres por viajar con frecuencia? ¿Logramos romper las ataduras con nuestro entorno y convertirnos en una especie de «ciudadanos globales»? Mi opinión al respecto es muy escéptica. Lo cierto es que casi cualquier persona adulta tiene, para bien o para mal, una serie de obligaciones ineludibles, de tipo laboral, familiar o social. Aunque el viajero tenga la ilusión mental de que moverse por el mundo le da un mayor grado de libertad, lo cierto es que tras las breve duración del viaje hay que volver indefectiblemente a las obligaciones y la rutina. No es imposible una independencia casi total, pero esto precisa normalmente de un nivel económico inalcanzable para la gran mayoría de personas. Y en cualquier caso, ¿es realmente tan importante no estar atado a un lugar concreto? Tengamos en cuenta que casi todo lo que vale la pena requiere una dedicación contínua, ya sea crear y mantener una familia, sacar adelante empresa, ser bueno en alguna disciplina… Esto difícilmente puede compaginarse con una vida itinerante, de contínuos desplazamientos.

En una nota similar, cabe preguntarse si ver mundo relaja nuestras rigideces mentales. Para mí, lo más probable es que tras realizar un viaje volvamos con concepciones y prejuicios bastante similares a aquellos con los que partimos, ya que es muy común de la psicología humana adaptar los hechos a nuestra mentalidad, en vez de hacer lo contrario. Si en el país al que vamos esperamos encontrar prosperidad y un modo de vida admirable, probablemente eso será lo que veremos; si esperamos desigualdad y pobreza, ocurrirá lo mismo. Nuevamente, sería necesario residir en el país un tiempo prolongado para obtener una perspectiva más veraz. Ejemplo perfecto de esto es el viajero televisivo Ian Wright, quien tras haber recorrido gran parte del globo grabó un programa en Cuba. Durante la introducción, las mejores explicación que se le ocurrieron para explicar la extrema pobreza del país fueron «las invasiones» y «el embargo económico». Sólo se le pasó el pequeñísimo detalle de que la isla sea una dictadura comunista, omisión muy probablemente debida a prejuicios ideológicos.

Para reforzar este argumento, propongo un ejercicio mental: imaginemos que nos encontramos en un aeropuerto extranjero esperando partir en un vuelo, y que repentinamente unos terroristas toman las instalaciones. Si resulta imposible huir, el impulso natural en una situación así será formar grupos de gente lo más grandes posibles, que nos den protección física y psicológica. ¿Qué tipo de grupo buscaríamos para refugiarnos, de entre la masa heterogénea del lugar? La respuesta es muy obvia: aquél que tuviera más personas de nuestra nacionalidad. Esta reacción instintiva nos indica que, por mucho que queramos creer en la ficción de la ciudadanía global, en que es lo mismo relacionarse con un compatriota que con alguien de otro país o incluso de otro continente, lo cierto es que una parte enorme de nuestra identidad está determinada por nuestro lugar de nacimiento y el entorno en el que nos modemos, y eso no cambiará aunque hagamos turismo exótico todos los años. Cabe señalar que este ejercicio también sirve para desmontar las falacias de muchos movimientos nacionalistas, que proclaman la enorme singularidad cultural de su región, cuando ésta suele ser anecdótica. Lo cierto es que un nacionalista, en una emergencia así, también buscaría a alguien del país que supuestamente lo tiene subyugado, con quien tiene mucho más en común de lo que querría admitir.

Conclusiones:

Hoy por hoy, sobre todo para el ciudadano occidental, el viaje turístico parece poco menos que un requisito para tener una vida plena. Sin embargo, creo que los argumentos expuestos en este pequeño ensayo demuestran que ésta es una necesidad ficticia y autoimpuesta. En realidad, el crecimiento espiritual suele alcanzarse por otros medios que requieren más tiempo y esfuerzo. Por ejemplo logrando ser bueno en algo, como una disciplina académica o deportiva. O cuidando nuestro cuerpo, con una buena alimentación y ejercicio regular; o mediante logros profesionales; o incrementando nuestra cultura y conocimiento general; o creando una familia y un círculo social, a los que deberemos dedicar tiempo y afecto, obteniendo todos beneficios recíprocos. Los viajes, por supuesto, pueden complmentar  todo esto, e incluso convertirse en nuestra forma de ocio predilecta si así lo queremos. No obstante, es importante saber darles sólo su justa importancia, y obviar el absurdo mito cultural que los rodea en la actualidad.
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