A Confederacy of Dunces – John Kennedy-Toole (circa 1965)
La conjura de los necios es una novela que se cruza persistentemente en nuestras vidas : es fácil encontrarse en cualquier parte a alguien leyendo un ejemplar, siempre con la misma ilustración de portada, el orondo protagonista con un perrito caliente y un pequeño sable. Es pues un best-seller sempiterno, compartiendo categoría con Los pilares de la tierra, El perfume, El ocho y títulos similares. Lo que quizá separa a La conjura de esas otras obras es su fama de libro «intelectual» y «rabiosamente divertido». Con esa reputación, era inevitable que un amante de los fenómenos de masas y del humor ácido como yo acabara echándole un vistazo.
Antes de abordar la novela en sí, resulta inevitable hacer mención su autor: John Kennedy Toole, natural de Nueva Orleans, tuvo una vida que se puede calificar de poco reseñable. Vivió casi siempre en la residencia familiar, bajo la sombra de una madre muy dominante. Militar de carrera, su escape espiritual era la escritura, pero en su breve vida tan sólo completó dos novelas. La conjura de los necios, escrita en los años 60, era al parecer tenida en gran estima por Toole, pero pese a sus esfuerzos no logró encontrar editor. Desmoralizado y al parecer atormentado por inclinaciones homosexuales, el escritor decidió poner fin a su vida en un pueblo a las afueras de Nueva Orleans, aplicando una manguera al tubo de escape de su coche e introduciéndola por la ventanilla del mismo. Así, la novela permaneció inédita en un cajón durante varios lustros, hasta que la madre del autor decidió desempolvarla y entregársela a un escritor,Walker Percy, insistiendo en la valía del texto. Percy decidió darle una oportunidad a la obra y se enamoró de ella, logrando que se publicara con una pequeña tirada en 1980. Cabalgando sobre la truculenta historia de su fallecido autor, la novela se convirtió primero en un libro de culto, y poco después en un éxito de masas, catapultada por la obtención del premio Pulitzer de ficción a título póstumo.
Pasemos ya al libro en sí, para mí un claro caso de «Emperador desnudo». La figura central es Ignatius J. Reilly, un tipo cuyas peripecias se hacen duras de seguir, pues se trata de un personaje detestable, sin ninguna cualidad redentora, y lo que es peor, muy poco interesante. Reilly vive con su madre en una casa ruinosa y sufre obesidad mórbida, lo que no es de extrañar teniendo en cuenta sus muy poco sanos hábitos: le gusta devorar cualquier tipo de comida basura en grandes cantidades y pasa prácticamente todo el día en la cama, redactando farragosos textos sobre la degeneración de la sociedad moderna. Aunque parece que el autor quiere presentar a Reilly como un hombre de gran capacidad intelectual, sus puntos de vista no son especialmente agudos ni certeros, sino más bien pedantes y a menudo contradictorios. Además de su glotonería y su pereza, Ignatius ignora las normas más elementales de higiene y urbanidad, dejando sin lavar durante meses las sábanas entre las que pasa tanto tiempo, y eructando y soltando ventosidades varias veces a lo largo del dlía. Humor sutil, como se puede ver.
Por supuesto, el protagonista de una novela no necesita ser una persona ejemplar para resultar atractivo -abundan ejemplos de lo contrario-, pero el problema de Reilly es que nada en su carácter ni en sus actos contrarresta el rechazo que genera. Es un ser egoísta y egocéntrico, que pese a sus innumerables taras trata a sus semejantes con desprecio y un sempiterno aire de superioridad. Ni siquiera su madre se salva, pese la gran dependencia que tiene de ella en todos los aspectos. Claro que la buena señora Reilly también tiene lo suyo: de hecho es una mujer bastante insoportable, quejumbrosa, inculta y perpetuamente pesimista, dada a los excesos con el vino para rematar. Pero al menos muestra un cariño y una fe casi incondicionales en su hijo, con lo que ya sale ganando en la comparación con él.
La trama de la novela es anecdótica y bastante olvidable: comienza con Reilly dedicando su tiempo, además de a la (escasa) escritura y a comer, a ver programas de televisión y películas de cine deleznables. Ignatius siente un gran deleite criticándolos con ferocidad e indignándose durante su visionado, sin duda por la sensación de superioridad intelectual que esto le produce. Una noche, Reilly y su madre sufren un pequeño accidente de coche que provoca daños materiales cuya reparación son incapaces de acometer, por lo que Ignatius deberá, por primera vez en su vida, buscar empleo.
A lo largo de su periplo laboral, Reilly interactúa con personas distintas a su madre por primera vez en mucho tiempo. Aunque de forma inesperada algunas de ellas llegan a apreciarle e incluso considerarle una persona de valía, Ignatius no varía un ápice en su cretinismo, mostrándose absolutamente incapaz de corresponder la confianza que depositan en él o de mostrar agradecimiento, haciendo dejación de sus funciones laborales e incluso saboteando activamente a sus empleadores. Como he mencionado antes, su comportamiento es marcadamente escatológico, eructando constantemente y declarándose a menudo incapaz de realizar esfuerzos físicos debido al cierre de su válvula pilórica. Las alusiones a «su válvula» se repiten machaconamente a lo largo del libro, al parecer consideradas por el autor un hilarante recurso cómico.
Reilly plasma sus peripecias en un diario personal que nos amplía su estrafalaria visión del mundo. Pese a haberse licenciado en historia medieval y poseer una amplia cultura, ésta no le ayuda a comprender a sus semejantes ni la realidad que le rodea, haciendo gala de una extravagante ideología que mezcla lo más reaccionario tanto de la derecha como de la izquierda. La única persona que parece importarle es una antigua compañera de estudios y militante progresista, Myrna Minkoff, y pese a que asegura despreciarla, dedica ingentes esfuerzos para impresionarla en la correspondencia que intercambian, tratando de hacerle ver la superioridad de su visión del mundo y pintando sus tragicómicas desventuras como audaces iniciativas. Los mayores desmanes cometidos por Reilly tienen como motivación este afán de impresionar a su conocida.
Existen tres subtramas que se relacionan con la principal: la primera concierne un local nocturno de mala muerte llamado «Noche de alegría» y sus trabajadores, junto a las bastante intrascendentes actividades delictivas que en él se realizan. La segunda sigue la evolución de la madre de Reilly, que empieza a salir de casa y hacer vida social tras trabar relación con un policía que detuvo a su hijo y con su anciana tía. Este patrullero, Mancuso, protagoniza las intentonas de humor más fallidas de la novela: debido a sus constantes fracasos, es castigado por su superior a patrullar la ciudad con diferentes disfraces, en un artificio cómico más propio de la época del cine mudo. La última subtrama se centra en una de las empresas donde trabaja Reilly, Levy Pants, poblada de personajes a cual más gris y deprimente. Las constantes y repetitivas bromas a cuenta de la avanzada edad de una de sus empleadas vuelven a fracasar a la hora de intentar arrancar la sonrisa al lector. No obstante, el presidente de esta empresa, Gus Levy, es el único personaje de la novela que consiguió interesarme y despertarme una genuína simpatía: Horrorizado por su deprimente negocio, Levy se dedica a disfrutar de su dinero llevando un estilo de vida hedonista, mientras trata de lidiar con las agresiones verbales y las absurdas demandas de su insoportable y manipuladora esposa.
La conjura de los necios fracasa a varios niveles: Argumentalmente no logra poner en pie una historia que interese; tampoco logra cautivar mediante la vía del retrato costumbrista, ofreciendo descripciones poco más que superficiales de Nueva Orleans, su idiosincrasia y sus habitantes; como colección de viñetas cómicas, huelga decir que es un verdadero desastre, no logrando ofrecer ningún pasaje genuínamente divertido. ¿A qué se puede achacar pues su éxito? Diría que en primer lugar a la desdichada historia de su autor, y en segundo a que se trata de un libro tan simple que cualquiera puede sentirse «intelectual» leyendo esta obra repetidamente calificada como cumbre del humor inteligente. Como decía al principio, el emperador está desnudo (y es muy gordo). Resulta paradójico que Ignatius disfrutara con películas horribles precisamente por serlo, mientras que muchos lectores de esta novela del montón disfrutan con ella pensando que es una obra maestra.
A los que aún no se han asomado al libro, decirles que hay mejores formas de invertir el tiempo que leer este compendio de desventuras al estilo Benny Hill, como por ejemplo ver la serie del propio cómico inglés. Al menos resultaba mucho menos pretenciosa, y en ocasiones, también, mucho más divertida.