¿Una España muerta de inanición?


No voy a escribir sobre cómo hemos llegado hasta aquí, porque creo que todo el mundo lo tiene más o menos claro, pero sí sobre lo que creo que pasará. En realidad, empezaré por lo que no pasará:

No habrá declaración de independencia. Una cosa así se hace o no se hace, y el hecho de que estén anunciándola «para un día de estos» indica que no existe una intención real. No por falta de ganas de Puchdemón y Yunqueras (les sobran), sino porque para tirarse a una piscina esta ha de tener agua, o como mal menor estar vacía; esta no está sino llena de mierda. El duo calavera no tiene NADA en qué sostener tal declaración, toda vez que el «referéndum» fue una charlotada sin ningún tipo de validez ni en la mente del separatista más delirante. Pero eso es casi lo de menos; existen varios motivos de mayor peso para que el gordo y el flaco se cuiden mucho de dar semejante paso. Entre ellos:

– El no declarar la independencia es lo único que los separa de la orden de arresto que el Estado ha estado evitando tanto tiempo. Pero pronto comprobarán que hasta el gobierno más pusilánime, en caso de ser arrinconado y no quedarle otra salida, se revuelve para defenderse.

– Con la actual polarización social, la declaración supondría casi con seguridad un baño de sangre; probablemente no se sabría bien cómo ni por qué empezó, pero ocurriría. Tampoco es que a la pareja esto le preocupe mucho per se, pero sí las consecuencias (penales y de estigmatización) que tendría para ellos.

– El «estado catalán» recién proclamado tendría una nula viabilidad. Quizá contarían con un pseudoejército formado por los mossos (sólo los separatistas, ojo), pero no estaría reconocido por ningún país del mundo excepto dos o tres parias internacionales, carecería casi totalmente de financiación (adiós al FLA y cualquier otro ingreso proveniente de España), y por no tener no tendría ni moneda. Pero aun sin por algún motivo se les permitiera permanecer en la zona Euro, hay otro factor fundamental: el desplome brutal de su comercio, con un prolongado boicot de su mercado principal, España. ¿Alguien imagina la debacle de su industria editorial (Planeta, Salvat, Tusquets, Plaza y Janés, Seix Barral…), que vive exclusivamente gracias al mercado hispanoparlante? Pero ante todo, y de manera inmediata, se produciría un dramático desplome de su banca; no es ninguna casualidad que Caixabank y Sabadell se hayan apresurado a desmarcarse del procés, como por arte de magia: los españoles están sacando su dinero de esas entidades, que están perdido el «patriotismo catalán» al mismo tiempo que los depósitos (preguntad entre vuestros conocidos por curiosidad).

No, la segregación hoy por hoy es una quimera, y los dos personajes que han intentado pilotarla quieren pasar a la historia como «padres de la patria», no como los nuevos Companys, fracasados y encarcelados. El cómo renunciarán concretamente a la proclamación es lo de menos; probablemente balbuceen excusas relativas a la brutal represión del estado y a la vulneración de la democracia.

Ahora bien, eso no significa ni mucho menos que España esté a salvo ni el problema resuelto; tan sólo que la úlcera de momento no va a reventar. La nación ha ganado un respiro con mensaje de Felipe VI, que pese a todas sus deficiencias de dicción y a no prometer ninguna medida concreta, ha insuflado moral a una ciudadanía y unas fuerzas del orden que estaban esperando un gesto, el que fuera, de sus gobernantes. El hecho de que el discurso, moderado a todas luces, le haya parecido excesivo y autoritario a todos los malos sin excepción (Podemos y adláteres, comunistas, separatistas, PNV…) es sin duda un buen signo. ¿Pero qué nos espera de ahora en adelante?

– Desde luego no el 155, ni tampoco detenciones de ningún dirigente importante. El PP tiene un miedo cerval a ser considerado «extremista», incluso en esta situación dramática, y evitará ambas medidas, a menos, como ya he dicho, que haya declaración de independencia (e incluso así sólo se plantearía el 155 con apoyo del PSOE, algo que no va a ocurrir). Con toda probabilidad se optará por judicializar el asunto, tal como se ha venido haciendo hasta ahora, buscando la inhabilitación de las caras más visibles del proceso, una solución que salvaría la cara al ejecutivo y permitiría seguir adelante mal que bien.

– Es obvio que el desgaste del gobierno -y el de Rajoy en concreto- ha sigo gigantesco, y creo que se haría y nos haría un gran favor dando por terminada su etapa, ahora que la economía está encaminada. Debería haber elecciones como mucho en un año, si no en la próxima primavera, o incluso en Navidad (no sería la primera vez). Ahora bien, puede que no lleguemos a ellas, pues en estos precisos instantes se está gestando una moción de censura de consecuencias imprevisibles. El equilibrio parlamentario se sustentaba en el apoyo del PNV, y ayer mismo Urkullu manifestó su «profunda decepción» por el discurso del Rey. Atención a esta posibilidad, que sería sin duda la peor de todas, con un tándem socialista-podemita absolutamente letal en el poder. Sólo por evitar esto, son deseables lo antes posible unas elecciones en las que sin duda el constitucionalismo subiría sustancialmente.

– Una buena consecuencia de toda la debacle catalana ha sido el descrédito definitivo de Podemos. Perdidas todas las máscaras y los últimos jirones de tacticismo, su desconexión con los desencantados que los vieron como alternativa regeneradora es absoluta, y me sorprendería profundamente que superaran los 2 millones de votos en la próxima cita electoral. Sus apoyos se repartirán entre el PSOE, Ciudadanos (partido que crecerá aunque sólo sea por descarte) e incluso una Vox que puede llegar a ser parlamentaria. Ahora bien, les queda una última carta desesperada que es esa moción de censura, la cual hay que evitar a cualquier coste.

– ¿Qué se intentará hacer a medio plazo? Creo que primero habrá un relevo de liderazgo en los dos grandes partidos (adiós no sólo Rajoy sino también a Pedro Sánchez, una máquina de perder elecciones), y desde esa casilla de salida sonará con fuerza una reforma constitucional. No es que la Constitución tenga nada malo per se, pero cambiarla parece la única forma de avanzar políticamente en este país de descontentos crónicos. Si se produce tal reforma, las fuerzas proespañolas deberían ser inteligentes y, a cambio de reformular el estado con la fórmula vacua de turno (Confederación o lo que sea), debe recuperar como sea las competencias de educación, aunque sea parcialmente y a la chita callando. Esa es la única esperanza de recuperar una mínima estabilidad en el futuro. No faltará quien plantee el debate de la monarquía, pero veo altamente improbable un cambio en ese aspecto.

– ¿Y cómo será, desde ya, el día a día en Cataluña? Hay una fractura social que estaba latente hasta ahora, y que los genios instigadores del «prusés» se han encargado de sustanciar y agigantar. La vida seguirá sin idependencia, pero con un enorme malestar y dos bandos ya claramente marcados e irreconciliables. Será un problema que tardará décadas en remediarse, si llega a hacerlo, y sólo si se trabaja en el punto anterior. Desgraciadamente la violencia no es en absoluto descartable, incluyendo su forma más extrema, el terrorismo: una generación joven frustrada y radicalizada es el caldo de cultivo perfecto para este fenómeno, a poco que se le añada algo de marginalidad y la necesaria financiación, que siempre llega de algún lado. Esperemos que no ocurra bajo ningún concepto, porque ya vivimos ese drama varias décadas.

Es obvio que durante este prolongado problema hemos perdido algunas cosas, pero podemos y debemos seguir adelante. Mi consejo es el de siempre: haceos oír si sois combativos, o permaneced callados pero firmes, y no os importe perder «amistades» sin ningún valor real. No es que tengamos la ciudadanía más sofisticada, ni la más lista (nuestro fracaso educativo ha sido brutal), pero somos un país perfectamente viable si nuestros líderes pierden sus absurdos complejos a la hora de defender la ley, la nación y la igualdad de sus ciudadanos con todas las consecuencias. De lo contrario, España se morirá de pura inanición, a la espera de esas migajas de firmeza, ideas claras y liderazgo.
.

París, Francia, Europa

Una nueva masacre. Más vidas cercenadas o destrozadas para siempre, esta vez más de doscientas. Como es natural, muchos tratan de averiguar el porqué, aunque a mí me parece más relevante el «ahora qué». Para ser crudamente sincero, pienso que «ahora nada», o casi nada. Porque, aunque es innegable lo atroz de la tragedia, es también algo perfectamente asumible para nuestra sociedad. La frialdad de los números nos dice que 200 es apenas una gota en un mar de 66 millones, y los ataques no dejarán ninguna huella permanente en París; los malos no pudieron o no se atrevieron a destruir algo tan icónico como la Torre Eiffel, y una vez recogidos los cadáveres, limpiada la sangre y reparados los desperfectos la gente seguirá su vida con total normalidad. Habrán escrito 20 twits al respecto, habrán puesto el filtro de la banderita francesa en su foto de Facebook y con ello básicamente considerarán que han cumplido su deber ciudadano.

Tampoco esperemos nada de los políticos: pese a que Hollande declarara de «acto de guerra» los atentados, me parece harto dudoso que vaya a aumentar la presencia francesa en Siria, iniciando una gran campaña militar contra el ISIS (o Daesh, como llaman ahora). Se dedicarán muchos medios a buscar a los culpables materiales, los demás estados colaborarán y ahí acabará todo. Los gobiernos que no tuvieran un plan claro respecto al islam desde luego no van a pergeñarlo ahora por una tragedia que será noticia vieja dentro de un mes, tal como hoy lo es la de Charlie Hebdo; masacres percibidas prácticamente como virtuales, a través de móviles y monitores. Ciertmente el islam habrá ganado unos cuantos detractores, pero la mayoría de personas no se moverá de sus fijaciones ideológicas. ¿Acaso en España no hay aún miles clamando por los «crímenes del franquismo», mientras el 11-M -que sigue siendo básicamente un misterio- se ha enterrado en el olvido?

El único problema es que cada una de estas matanzas nos acerca -esta vez sí de forma traumática e irreversible- a la pérdida de nuestra civilización y modo de vida, y los que tratamos de tener una visión del mundo algo más realista y alejada del buenismo que la media creemos que hacen falta acciones más allá de lo simbólico. Parece claro que la raíz del problema está en la incompatibilidad en el mismo espacio físico de Occidente e Islam: pese a que casos como Dubai demuestran que es posible la implantación exitosa de un Islam secularizado, esta religión se encuentra, en casi todo su ámbito geográfico, en una fase prácticamente medieval, fuertemente hibridada con la política y generando unos paradigmas sociales casi diametralmente opuestos a los de occidente. Ha llegado la hora de admitir que nuestro alegre aperturismo, el sueño de una Babel global, no estaba preparado para esta situación. Por ello es imprescindible desimbricar ambas culturas, dejando que crezcan por separado hasta que en el futuro cercano o lejano pueda volver a plantearse una convivencia.

Huelga decir que la tarea es de enorme complejidad, y excede con mucho mis conocimientos y capacidad de análisis, pero pese a ello me gustaría apuntar algunas posibles actuaciones, y usar estas sugerencias como base para la reflexión y el debate. Se trata de medidas que muchos europeos considerarían traumáticas, de todo punto incompatibles con las ideas mayoritarias de libertad individual, democracia y respeto a las culturas foráneas; sin embargo, es imprescindible entender que, o bien aplicamos ahora esta «dureza», o casi con seguridad llegarán auténticos cataclismos, cuando la guerra no será soterrada sino abierta, y los muertos no se contarán por cientos sino por millones. Paso a detallar algunos ámbitos claves en los que actuar:

Inmigración/Distribución poblacional/Demografía

Francia tiene actualmente 6 millones de musulmanes, nada menos que el 10% de su población, un vasto grupo humano que supera el número de habitantes de países como Dinamarca, Noruega o Irlanda. Más grave aún, no se trata de una población dispersa, sino concentrada en sus propios barrios o incluso ciudades enteras que se convierten en guetos, estados dentro del estado con un desapego casi total por la nación matriz. No creyendo necesario extenderme sobre la gravedad de ambos hechos, hay que plantearse cómo revertirlos. En primer lugar, el flujo migracional ha de ser dramáticamente reducido no sólo en Francia sino en toda la UE, estableciendo exigentes condiciones para la residencia en cualquiera de sus estados. Un simple permiso de trabajo no puede ser suficiente, y ha de exigirse como mínimo un alto dominio del idioma nacional. También se debería ser restrictivo con la zona de residencia del migrante, prohibiéndosele establecerse en los guetos ya existentes, con la idea de disolver estos a medio plazo. Respecto a la inmigración ilegal, es imprescindible implantar las devoluciones en frío por todo el perímetro europeo, tanto en tierra como en mar.

Pero la idea fundamental en este ámbito ha de ser resolver de una vez el problema demográfico europeo, eliminando la necesidad de importar mano de obra. Se trata obviamente de un problema muy complejo que merecería su propio estudio, pero hay medidas que considero ayudarían, tales como los subsidios o exenciones fiscales a cónyuges que optaran por permanecer en el hogar cuidando a los hijos -con mayores beneficios cuantos más hijos-, ayudas que estarían destinada principalmente a los autóctonos. Del mismo modo, a igual cualificación debería premiarse fiscalmente y con otros estímulos la contratación de nacionales. El «dumping» laboral es un problema muy cierto que debemos abordar de una vez.

Cultura y Religión

Resulta muy llamativo que en la marcha feminazi -perdón, feminista- del otro día no se viera la más mínima reivindicación a favor de las mujeres musulmanas residentes en España, un colectivo que sí puede quejarse legítimamente de estar sometido a sus maridos. Las dinámicas hombre/mujer de los musulmanes tienen su explicación y su función en sus propios entornos geográficos, pero resultan inaceptables en el nuestro. Si bien Occidente ha pecado de irse al otro extremo, cayendo en la hipersexualización y la promiscuidad, opino que no deberíamos consentir el velo islámico en ninguna de sus formas (hiyab, al-mira, chador, burka…), dejen ver el rostro o no. Aunque la vestimenta de la mujer musulmana suele estar impuesta por el marido, habría formas de hacer cumplir esta normativa sin recurrir a nada drástico: el método serían las sanciones administrativas, que acarrearían primero multas económicas y en los casos recalcitrantes pérdida de derechos como el de trabajo, el de voto y el de residencia.

En cuanto a las mezquitas, si bien no creo que se deban ilegalizar, ha de crearse una licencia de oficiante religioso, que el estado podrá retirar en caso de mala praxis. Los contenidos litúrgicos deberían controlarse mediante servicios de inteligencia, identificando a aquellos imanes que llamaran al odio étnico y retirándoles la mencionada licencia.

Relaciones políticas y comerciales

Este tema también es muy complejo, pero en los casos en que cierto gobierno o empresa tenga lazos conocidos con grupos terroristas, parece de sentido común implantar algún tipo de protocolo sancionador, que abarque desde los aranceles a la ruptura de relaciones comerciales, pudiendo incluso elaborarse una lista negra de empresas vinculadas con el terrorismo, con las cuales sería ilegal comerciar. Soy consciente de los grandes intereses de todo Occidente en el mundo islámico, pero seguramente pueda hacerse algo sin abandonar los límites del realismo, sobre todo ahora que nuestra dependencia del petróleo se ha visto fuertemente reducida.

Geoestrategia

Tras el desastre de Irak y la estéril fantasía de la primavera árabe, creo que algo ha quedado meridianamente claro: si la democracia llega algún día al mundo islámico, será probablemente dentro de mucho tiempo, cuando esté listo para ello. Mientras tanto, debemos asumir que el mejor gobierno para nosotros siempre será el más laico y el más pro-occidental, por más dictatorial que puedan parecer a los delicados ojos europeos. Derrocar a Sadam fue un carísimo y sangriento error, y lo mismo puede decirse de Mubarak y Gadafi. Aún estamos a tiempo de no hacer la misma imbecilidad en Siria, así como de impedir la implantación de nuevas teocracias, por más que ciertos poderes fácticos nos machaquen con la supuesta «moderación» de las facciones aspirantes a dirigirlas.

Intervención militar

A casi ningún europeo le gusta la intervención militar directa; además de ser algo tremendamente cososo, tras muchas décadas de amodorrado bienestar, simplemente le tenemos terror a la guerra, y me parece algo legítimo. De hecho, opino que en el mundo moderno casi nunca es necesario llegar a esto, pero cuando nos encontramos casos como el del ISIS, la resistencia al aplastamiento militar es simplemente ridícula. Al menos haríamos bien en no oponernos a los países que, como Rusia, tienen el coraje de intervenir directamente. Seguramente convendría establecer tratados con los gobiernos prooccidentales de la zona y ofrecerles ayuda y asesoramiento militar ante episodios de insurgencia en sus territorios, aunque esto se antoja complicado cuando ni siquiera tenemos un ejército europeo. Seguramente sea el momento de plantearse seriamente su creación.

En definitiva, el futuro es más incierto que nunca. Si bien es posible que sigamos poniendo más muertos en el altar del aperturismo y la tolerancia mal entendida, forzosamente algunas conciencias tienen que estar moviéndose. La única forma en que se antoja posible un cambio significativo en Francia sería una victoria del Frente Nacional, posibilidad para muchos más terrorífica que cualquier masacre islámica (no olvidemos que el gran espantajo de la Europa que no vivió bajo el telón sigue siendo el lejanísimo nazismo). Sin embargo, ya se han probado otros caminos, que no parecen haber logrado nada en el terreno de la integración ni de la seguridad. Dejemos hacer a Marine Le Pen y los suyos, que ya habrá tiempo de juzgar su tarea de gobierno. En cuanto a España, el número de musulmanes se acerca ya a los dos millones. Ahora estamos inmersos en un proceso de transformación política que absorbe toda nuestra atención, pero en algún momento deberemos afrontar el problema. No en vano el antiguo Al-Andalus es uno de los puntos clave en esta batalla por la supervivencia de Occidente.
.