Prometí en la anterior entrega hablar de lo malo de la simpar Nueva York. Lo primero sin duda es el Metro, asfixiante y degradada red de túneles que nadie puede querer tomar asiduamente si no es por necesidad. Lo de «asfixiante» no es una forma de hablar: realmente puede hacer mucho calor dentro de los vagones, empeorando mucho la calidad del viaje. Además, su esquema es realmente complejo, el más complicado que nunca haya visto, debido sobre todo a que por una misma vía circulan trenes de distintas líneas y tipos (express y no express); por ello, a veces es inevitable consultar con el personal de las estaciones para descubrir cómo llegar a nuestro destino. Tampoco puedo alabar la actual tarjeta reutilizable, que en cada recarga me que intenté me borró el saldo remanente, cosa auténticamente inaudita. Sólo puedo alabar dos cosas de esta red: su funcionamiento las 24 horas y la belleza de la estación Grand Central, ese gran nodo pegado al Chrysler Building. Pero incluso su majestuoso vestíbuloestá algo deslucido, pues en las constelaciones estelares representadas en su techo la mayoría de bombillas están fundidas; una verdadera lástima.
Hay otro aspecto que ensombrece la Gran Manzana: la basura. Es tal la cantidad de desperdicios que generan los ocupadísmos negocios de la ciudad que el visitante contempla asombrado cómo se se ha renunciado a intentar contenerlos. Así, al caer la noche, las bolsas de plástico negro se van acumulando en enormes pilas directamente sobre las aceras, en espera de los servicios de recogida. Fue esto lo que más me asombró en mi primera noche, caminando por la larguísima Broadway, además de cruzarme con el mismísimo Ben Stiller, que caminaba solitario yendo o viniendo de algún sitio. Quizá Nueva York sea una ciudad donde se paguen pocos impuestos, pero el problema de mantenimiento es flagrante. Sin duda sus mejores inversiones serían rescatar el metro y un sistema de recogida de basuras subterráneo, aunque imagino que esto último no gustaría a la red de indigentes que dedican la noche a escarbar en las negras montañas de plástico, ni a las bien comidas ratas -del tamaño de cachorros de gato- que veía jugar en una calle cercana a mi hotel.
Puedo suponer que la península es un sitio que no gustará mucho a los amantes de la igualdad racial. Sin duda la mezcla es casi infinita, pero con una segmentación absolutamente nítida: no existe tal cosa como un dependiente de de raza blanca, salvo rarísimas excepciones: todos los puestos poco cualificados (en mostradores, cajas, taxis, etc.) están ocupados por personas de raza negra, u ocasionalmente latina. ¿Dónde están los muchachos y muchachas blancos, o los acomodados de cualquier etnia? Supongo que encerrados en las oficinas, desempeñando puestos de consultor, contable, ejecutivo… la «cultura del éxito» es muy palpable, como lo es la sensación de «rueda de hámster» tan comentada por distintos autores. El lugar donde más se capta esto es en Central Park, repleto de carritos de niños que sólo muy raramente son empujados por las madres de los pequeños. Tal tarea es delegada en las nannys -típicamente, mujeres latinas de mediana edad-, que ejercen la crianza de facto, mientras las madres biológicas se encuentran en algún rascacielos «triunfando». Ninguna otra imagen de la ciudad es más triste, ni evidencia más la gran mentira que puede ser el éxito.
Sobre el parque en sí, sin duda es enorme y admirable, y seguro que ha servido de cantera a grandes jugadores de los New York Yankees, pero por algún motivo que no acierto a definir no me acabó de llenar. Necesitaría una segunda visita para hacerle justicia, aunque me atrevo a aventurar que es un lugar mejor para visitar en compañía. Destacar el muy coqueto torreón que hace de estación metereológica y los bancos situados frente a una de sus masas de agua: cada uno tiene una placa metálica que cualquier ciudadano puede dedicar a un ser querido, imagino que pagando una buena cantidad al ayuntamiento. Señalar también que está repleto de ardillas totalmente domesticadas.
Matizo que la segmentación racial descrita para mí no es ni buena ni mala: simplemente es. Frente al blandísmo pensamiento contemporáneo de que todas las etnias son iguales e intercambiables, la realidad, tozuda, se empeña en compartimentarlas y separarlas, según las inclinaciones, cultura o posibilidades de cada una: en los bazares o en los «Delis» (pequeñas tiendas de comida) te atienden indios, en los Dunkin Donuts negros y en los carritos de comida callejera árabes, sin que nadie levante una ceja por ello. Por cierto que estos carritos-puestos metálicos son idénticos a lo largo de toda la ciudad, y quien los fabrica debe estar ganando mucho dinero. En ellos puede comprarse el clásico perrito, pero sobre todo están dedicados a la comida árabe, con los típicos kebabs y durum (allí llamdos «gyro»), el falafel, el arroz oriental… la imagen del americano gordo vendiendo perritos debió extinguirse hace décadas, todo lo contrario que los almacenes Macy’s, que parecen anclados en el pasado, pero para mal. Quizá sean el rincón más feo de toda la ciudad, pese al asombro que causan sus escaleras mecánicas, ¡¡con escalones de madera!!, por las que parece que en cualquier momento podría aparecer el mismísimo Don Draper.
Y por no dejar el tema racial, Nueva York desde luego es una ciudad muy, muy judía: en cualquier rincón se pueden ver instituciones identificadas como tales (igual que hacen las sectas masónicas, algo realmente chocante para un europeo), y no suele ser difícil identificar a la población hebrea, ya que aparte de sus rasgos físicos distintivos muchos de sus varones lucen la kipah. Esto me lleva a uno de los lugares donde la distinción étnica es más llamativa de toda la ciudad, la tienda de electrónica B & H, donde prácticamente todos los vendedores son de fe judía (aunque no necesariamente blancos), inconfundibles por la kipah y el pelo en tirabuzones. No es una tienda cualquiera, por cierto: se ofrece la ultimísima tecnología (impresoras 3D, por ejemplo), los precios son muy buenos y el cuidado al cliente exquisito, con fuentes de agua y copas de caramelos dispuestas regularmente para hacer más agradable la visita.
Los judíos son un pueblo que me despierta sentimientos ambivalentes: por un lado son increíblemente talentosos y trabajdores (la citada tienda es un ejemplo), pero por otro tremendamente cargantes, acaparadores y excéntricos. Me resulta difícil calcular la cantidad de traumas que habrá causado entre sus varones la estética ortodoxa que a muchos de ellos se les impone, decididamente estrafalaria y completamente prescindible, pues ni el peinado ni el tocado de la cabeza tienen nada que ver con la espiritualidad. Los hijos de Israel parecen decirnos que no están dispuestos a adaptarse a los goyim ni a mezclarse con ellos, que debemos aceptarlos tal como son sólo porque tienen talento. Pero me temo que mientras no estén dispuestos a realizar un esfuerzo y disminuir la rigidez y el hermetismo hacia el exterior que los caracteriza -sin por ello perder su identidad- siempre serán mirados con desconfianza por el resto del mundo, sin importar las toneladas de victimismo tras las que se parapetarse. Puede ver un ejemplo tremendamente llamativo de tal tensión en el edificio adyacente al rascacielos del New York Times, de cuya fachada colgaba este cartel.
Quiero volver a los aspectos luminosos de Nueva York describiendo dos momentos de profunda emoción: el primero es el viaje en el ferry de Staten Island, una experiencia que toda persona que ame las ciudades debe tener una vez en la vida. Técnicamente, el ferry es algo tan prosaico como un transporte de trabajadores, que pasan de la citada isla a Manhattan, y viceversa; lo que lo hace tan magnífico es que, además de ser gratuito, bonito y cómodo, ofrece la vista más maravillosa posible del Bajo Manhattan y pasa casi al lado de la isla de Ellis, donde nos espera la consorte del Empire State, la legendaria Estatua de la Libertad. El paseo dura unos 25 minutos por trayecto, y si hace buen tiempo resulta simplemente delicioso, siendo el atardecer quizá el mejor momento para realizarlo, para volver a Manhattan ya de noche (se puede aprovechar para dar una vuelta por Staten Island, aunque no parece tener nada especial). Algo muy llamativo es que la estatua, pese a su innegable belleza, parece bastante pequeñita desde los aproximadamente 100 metros de distancia a los que pasa el ferry.
…El cronista en su hotel de mala muerte.
Otro momento especial fue cuando, el último día, recordé que no había visitado el edificio que había hecho las veces del Daily Planet en ese pequeño milagro de 1978 llamado Supermán, sitio que localicé tras una rápida búsqueda por internet (inciso: los locutorios son casi inexistentes en Nueva York, pero todos los Starbucks tienen wifi abierto: si tienes necesidad de una conexión urgente, acércate a un Starbucks). En la calle 42 me aguardaba «The News Building«, un lugar que la magia de Geffrey Unsworth hizo parecer bastante más impresionante de lo que realmente es. No obstante, verlo en persona, poder pasar a su interior y pasear junto al globo terráqueo del vestíbulo fue intensamente emotivo y evocador de aquel extraordinario film (para el cual había un pequeño recuerdo en el mismo vestíbulo). Sin duda uno de los mejores momentos de mi estancia en Manhattan.
Aquel día, sin embargo, ya sentía mi alma un tanto pesada, quizá por esa orfandad que uno siente cuando entrega las llaves del hotel y sabe que esa noche ya no tendrá a dónde volver. Además, la maravillosa Nueva York (y cualquier gran ciudad) puede caérsete encima poco a poco cuando eres un extraño que se mueve por sus calles amándola, pero sin un objetivo definido. Allá donde esté, toda persona necesita tener su lugar, una ocupación, un círculo social, sobre todo en en urbes como ésta, en las que son necesarios ingresos tan altos para tener calidad de vida. Es necesario también un muy buen nivel de inglés, sin el cual siempre se será un ciudadano de segunda.
Dejé atrás Nueva York rumbo al sur del continente cargado de impresiones, emociones y recuerdos indelebles. Quedó para otra ocasión visitar la periferia (Queens, Brooklyn), ir al cine y, sobre todo, a uno de los musicales de Broadway. Probablemente Manhattan nunca sea mi hogar, pero sí un lugar al que volver más de una vez; el pináculo de nuestra civilización, terrible y maravilloso. Realmente, allí uno siempre tiene la sensación, muy real, de que cualquier cosa puede ocurrir. Gracias por existir y por esperarnos siempre, Nueva York.
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