París, Francia, Europa

Una nueva masacre. Más vidas cercenadas o destrozadas para siempre, esta vez más de doscientas. Como es natural, muchos tratan de averiguar el porqué, aunque a mí me parece más relevante el «ahora qué». Para ser crudamente sincero, pienso que «ahora nada», o casi nada. Porque, aunque es innegable lo atroz de la tragedia, es también algo perfectamente asumible para nuestra sociedad. La frialdad de los números nos dice que 200 es apenas una gota en un mar de 66 millones, y los ataques no dejarán ninguna huella permanente en París; los malos no pudieron o no se atrevieron a destruir algo tan icónico como la Torre Eiffel, y una vez recogidos los cadáveres, limpiada la sangre y reparados los desperfectos la gente seguirá su vida con total normalidad. Habrán escrito 20 twits al respecto, habrán puesto el filtro de la banderita francesa en su foto de Facebook y con ello básicamente considerarán que han cumplido su deber ciudadano.

Tampoco esperemos nada de los políticos: pese a que Hollande declarara de «acto de guerra» los atentados, me parece harto dudoso que vaya a aumentar la presencia francesa en Siria, iniciando una gran campaña militar contra el ISIS (o Daesh, como llaman ahora). Se dedicarán muchos medios a buscar a los culpables materiales, los demás estados colaborarán y ahí acabará todo. Los gobiernos que no tuvieran un plan claro respecto al islam desde luego no van a pergeñarlo ahora por una tragedia que será noticia vieja dentro de un mes, tal como hoy lo es la de Charlie Hebdo; masacres percibidas prácticamente como virtuales, a través de móviles y monitores. Ciertmente el islam habrá ganado unos cuantos detractores, pero la mayoría de personas no se moverá de sus fijaciones ideológicas. ¿Acaso en España no hay aún miles clamando por los «crímenes del franquismo», mientras el 11-M -que sigue siendo básicamente un misterio- se ha enterrado en el olvido?

El único problema es que cada una de estas matanzas nos acerca -esta vez sí de forma traumática e irreversible- a la pérdida de nuestra civilización y modo de vida, y los que tratamos de tener una visión del mundo algo más realista y alejada del buenismo que la media creemos que hacen falta acciones más allá de lo simbólico. Parece claro que la raíz del problema está en la incompatibilidad en el mismo espacio físico de Occidente e Islam: pese a que casos como Dubai demuestran que es posible la implantación exitosa de un Islam secularizado, esta religión se encuentra, en casi todo su ámbito geográfico, en una fase prácticamente medieval, fuertemente hibridada con la política y generando unos paradigmas sociales casi diametralmente opuestos a los de occidente. Ha llegado la hora de admitir que nuestro alegre aperturismo, el sueño de una Babel global, no estaba preparado para esta situación. Por ello es imprescindible desimbricar ambas culturas, dejando que crezcan por separado hasta que en el futuro cercano o lejano pueda volver a plantearse una convivencia.

Huelga decir que la tarea es de enorme complejidad, y excede con mucho mis conocimientos y capacidad de análisis, pero pese a ello me gustaría apuntar algunas posibles actuaciones, y usar estas sugerencias como base para la reflexión y el debate. Se trata de medidas que muchos europeos considerarían traumáticas, de todo punto incompatibles con las ideas mayoritarias de libertad individual, democracia y respeto a las culturas foráneas; sin embargo, es imprescindible entender que, o bien aplicamos ahora esta «dureza», o casi con seguridad llegarán auténticos cataclismos, cuando la guerra no será soterrada sino abierta, y los muertos no se contarán por cientos sino por millones. Paso a detallar algunos ámbitos claves en los que actuar:

Inmigración/Distribución poblacional/Demografía

Francia tiene actualmente 6 millones de musulmanes, nada menos que el 10% de su población, un vasto grupo humano que supera el número de habitantes de países como Dinamarca, Noruega o Irlanda. Más grave aún, no se trata de una población dispersa, sino concentrada en sus propios barrios o incluso ciudades enteras que se convierten en guetos, estados dentro del estado con un desapego casi total por la nación matriz. No creyendo necesario extenderme sobre la gravedad de ambos hechos, hay que plantearse cómo revertirlos. En primer lugar, el flujo migracional ha de ser dramáticamente reducido no sólo en Francia sino en toda la UE, estableciendo exigentes condiciones para la residencia en cualquiera de sus estados. Un simple permiso de trabajo no puede ser suficiente, y ha de exigirse como mínimo un alto dominio del idioma nacional. También se debería ser restrictivo con la zona de residencia del migrante, prohibiéndosele establecerse en los guetos ya existentes, con la idea de disolver estos a medio plazo. Respecto a la inmigración ilegal, es imprescindible implantar las devoluciones en frío por todo el perímetro europeo, tanto en tierra como en mar.

Pero la idea fundamental en este ámbito ha de ser resolver de una vez el problema demográfico europeo, eliminando la necesidad de importar mano de obra. Se trata obviamente de un problema muy complejo que merecería su propio estudio, pero hay medidas que considero ayudarían, tales como los subsidios o exenciones fiscales a cónyuges que optaran por permanecer en el hogar cuidando a los hijos -con mayores beneficios cuantos más hijos-, ayudas que estarían destinada principalmente a los autóctonos. Del mismo modo, a igual cualificación debería premiarse fiscalmente y con otros estímulos la contratación de nacionales. El «dumping» laboral es un problema muy cierto que debemos abordar de una vez.

Cultura y Religión

Resulta muy llamativo que en la marcha feminazi -perdón, feminista- del otro día no se viera la más mínima reivindicación a favor de las mujeres musulmanas residentes en España, un colectivo que sí puede quejarse legítimamente de estar sometido a sus maridos. Las dinámicas hombre/mujer de los musulmanes tienen su explicación y su función en sus propios entornos geográficos, pero resultan inaceptables en el nuestro. Si bien Occidente ha pecado de irse al otro extremo, cayendo en la hipersexualización y la promiscuidad, opino que no deberíamos consentir el velo islámico en ninguna de sus formas (hiyab, al-mira, chador, burka…), dejen ver el rostro o no. Aunque la vestimenta de la mujer musulmana suele estar impuesta por el marido, habría formas de hacer cumplir esta normativa sin recurrir a nada drástico: el método serían las sanciones administrativas, que acarrearían primero multas económicas y en los casos recalcitrantes pérdida de derechos como el de trabajo, el de voto y el de residencia.

En cuanto a las mezquitas, si bien no creo que se deban ilegalizar, ha de crearse una licencia de oficiante religioso, que el estado podrá retirar en caso de mala praxis. Los contenidos litúrgicos deberían controlarse mediante servicios de inteligencia, identificando a aquellos imanes que llamaran al odio étnico y retirándoles la mencionada licencia.

Relaciones políticas y comerciales

Este tema también es muy complejo, pero en los casos en que cierto gobierno o empresa tenga lazos conocidos con grupos terroristas, parece de sentido común implantar algún tipo de protocolo sancionador, que abarque desde los aranceles a la ruptura de relaciones comerciales, pudiendo incluso elaborarse una lista negra de empresas vinculadas con el terrorismo, con las cuales sería ilegal comerciar. Soy consciente de los grandes intereses de todo Occidente en el mundo islámico, pero seguramente pueda hacerse algo sin abandonar los límites del realismo, sobre todo ahora que nuestra dependencia del petróleo se ha visto fuertemente reducida.

Geoestrategia

Tras el desastre de Irak y la estéril fantasía de la primavera árabe, creo que algo ha quedado meridianamente claro: si la democracia llega algún día al mundo islámico, será probablemente dentro de mucho tiempo, cuando esté listo para ello. Mientras tanto, debemos asumir que el mejor gobierno para nosotros siempre será el más laico y el más pro-occidental, por más dictatorial que puedan parecer a los delicados ojos europeos. Derrocar a Sadam fue un carísimo y sangriento error, y lo mismo puede decirse de Mubarak y Gadafi. Aún estamos a tiempo de no hacer la misma imbecilidad en Siria, así como de impedir la implantación de nuevas teocracias, por más que ciertos poderes fácticos nos machaquen con la supuesta «moderación» de las facciones aspirantes a dirigirlas.

Intervención militar

A casi ningún europeo le gusta la intervención militar directa; además de ser algo tremendamente cososo, tras muchas décadas de amodorrado bienestar, simplemente le tenemos terror a la guerra, y me parece algo legítimo. De hecho, opino que en el mundo moderno casi nunca es necesario llegar a esto, pero cuando nos encontramos casos como el del ISIS, la resistencia al aplastamiento militar es simplemente ridícula. Al menos haríamos bien en no oponernos a los países que, como Rusia, tienen el coraje de intervenir directamente. Seguramente convendría establecer tratados con los gobiernos prooccidentales de la zona y ofrecerles ayuda y asesoramiento militar ante episodios de insurgencia en sus territorios, aunque esto se antoja complicado cuando ni siquiera tenemos un ejército europeo. Seguramente sea el momento de plantearse seriamente su creación.

En definitiva, el futuro es más incierto que nunca. Si bien es posible que sigamos poniendo más muertos en el altar del aperturismo y la tolerancia mal entendida, forzosamente algunas conciencias tienen que estar moviéndose. La única forma en que se antoja posible un cambio significativo en Francia sería una victoria del Frente Nacional, posibilidad para muchos más terrorífica que cualquier masacre islámica (no olvidemos que el gran espantajo de la Europa que no vivió bajo el telón sigue siendo el lejanísimo nazismo). Sin embargo, ya se han probado otros caminos, que no parecen haber logrado nada en el terreno de la integración ni de la seguridad. Dejemos hacer a Marine Le Pen y los suyos, que ya habrá tiempo de juzgar su tarea de gobierno. En cuanto a España, el número de musulmanes se acerca ya a los dos millones. Ahora estamos inmersos en un proceso de transformación política que absorbe toda nuestra atención, pero en algún momento deberemos afrontar el problema. No en vano el antiguo Al-Andalus es uno de los puntos clave en esta batalla por la supervivencia de Occidente.
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