…Manhattan Oeste desde el Empire State Building.
Nueva York es, probablemente, la mayor creación que ha salido o saldrá nunca de mano humana. Difícilmente cabe pensar que cualquier otra gran urbe de la historia, ya sea París, Londres, Babilonia, Constantinopla o la mismísima antigua Roma, se le acerquen en términos de belleza, tamaño, majestuosidad y vida. Yo puedo esforzarme, con mis muchas limitaciones, en explicar todo lo que me ha transmitido la península de Manhattan, pero ciertamente no es una ciudad para explicarla, sino para experimentarla.
Aterriza uno en el JFK y le resulta llamativo lo modesto de la estructura, nada que ver con aeropuertos punteros del mundo como el Charles de Gaulle, el de Oslo o el mismísimo Barajas. Se trata de una estructura antigua y acaso obsoleta, aunque claro, ellos siempre pueden decir “Hey, this is New York airport, bitches!” De lo que sí puede presumir es de ofrecer la primera visión de la apabullante “skyline” de Manhattan. Al vislumbrarla, uno confirma que está por fin en el centro del mundo. El metro lleva en algo más de media hora al corazón de la ciudad, y he de decir que no es una buena presentación de la misma. De hecho, es con mucho el más feo y destartalado que he visto nunca, con unas estaciones que ofrecen casi siempre un aspecto viejísimo y desolador. Las primeras desde el aeropuerto semejan simples apeaderos de un pueblo portuario, y en las siguientes, hasta completar unas 12, resulta totalmente excepcional ver a una persona de raza blanca en los andenes. Es la zona de las castas bajas, que gravitan alrededor de la Gran Manzana.
Tan sólo cuando penetramos en la península, pasado Brooklyn, comienza el oropel de la ciudad, y bajándonos en cualquiera de las estaciones céntricas nos podremos sumergir plenamente en el mismo. Yo emergí en la Séptima Avenida, cerca de Times Square, y fui muy afortunado: es probablemente uno de los rincones que mejor aúna sofisticación, encanto y dinamismo de toda Nueva York. Aprovecho para alabar la admirable organización urbanística de la ciudad: Manhattan está surcada por una gran cuadrícula en la que las vías horizontales se llaman calles, y las verticales –más anchas, generalmente- avenidas. Hay 12 Avenidas numeradas cruzando en la península, con la Primera –la de las Naciones Unidas- en el Este y la Décimosegunda en el Oeste, complementadas por otras avenidas con nombres más distintivos, como la Lexington, la Park y la Madison. Las “calles” son más de 100, y se dividen en dos grupos: todo lo que queda a la izquierda de la Quinta Avenida es la parte “West” (Side Story), y lo que está a la derecha es el “East”. Cuanto más bajo es el número que da nombre a la calle, más al Sur estamos. Y en cuanto uno entiende este dibujo tan maravillosamente sencillo -tan sólo roto por esa anomalía llamada Broadway- puede orientarse casi sin ningún problema por la ciudad. Por ejemplo, si estás en la Tercera Avenida con la Calle 18 Este y tienes que ir a la Sexta con la 54 Oeste, sabes que simplemente tienes que moverte hacia el Noroeste y acabarás encontrando tu destino. ¡¡Qué diferencia con nuestro caótico sistema de direcciones, lleno de nombres asignados arbitrariamente, a menudo premiando a personajes muy poco ejemplares!!
Algo que asombra al empezar a caminar por la ciudad es que, contra todo pronóstico, los peatones son los reyes. No es que no haya coches en Manhattan, claro; hay miles y miles, y desde luego son muy importantes, pero cuando hay que decidir quién tiene prioridad de paso en un cruce no hay discusión posible: el peatón siempre va primero. Incluso si en el semáforo ha aparecido la manita que indica al caminante que debe parar, si éste cruza de todos modos, el coche se aguanta y se espera. Jamás se le toca el claxon urgiéndole a que se dé prisa; seguramente se considera una enorme descortesía. La única excepción es cuando un taxi llega a toda máquina desde una calle transversal y pita como diciendo “¡¡que voy follaaaoooo!!”, más que nada para no llevarse a nadie por delante. En todo caso, se diría que una pija neoyorkina podría cruzar la península de Norte a Sur hablando por su móvil y no tendría que preocuparse mucho por ser atropellada. Una gran idea para conocer la ciudad es recorrer al menos un tramo de cada avenida y degustar los distintos ambientes, desde el decididamente popular de los números medios de la Primera o la Segunda Avenida a la suntuosidad de la Quinta, Sexta, Séptima y Broadway. En general, cuanto más lejana la Avenida del eje central, menos glamourosa, aunque no hay reglas fijas.
Si algo define a Manhattan es el tamaño, el colosal tamaño de casi todo, que abruma al espectador, empezando, claro está, por los edificios, claro. Y ni siquiera necesitamos buscar los más emblemáticos ni los de las mayores empresas: en todas y cada una de las calles de la ciudad encontraremos construcciones descomunales, ya sea para albergar oficinas, comercios o simples apartamentos. Realmente, es inevitable preguntarse el por qué de semejante escala, si esos volúmenes eran realmente necesarios. Pero sospecho que la época en la que se creó el grueso estos edificios –principios del siglo XX- lo importante no era si algo era necesario, sino si era posible. Eran tiempos de experimentación, de ambición, de sueños concebidos y realizados. Más grande, más alto, más impresionante. Muchos dicen que el siglo XX fue nefasto, ¿pero por qué no proclamar que tuvo muchas cosas maravillosas? El espíritu efervescente, ingenuo e imparable que levantó Nueva York, la ciudad más extraordinaria de la historia, no tiene nada que ver con nuestro mundo actual, temeroso, acomplejado, atenazado. Ojalá ahora tuviéramos una fracción de la vitalidad y la visión de aquellos pioneros.
Por supuesto, el rey de Nueva York es el Empire State Building, que se alza majestuoso en un emplazamiento atípico, la Quinta Avenida, superando con mucho a todos sus pétreos vecinos. Y aunque hay varios colosos en la ciudad que lo desafían en altura y belleza, él siempre será el padre de la Gran Manzana, gracias a su simbolismo, su armonía –parece protegernos con esos sólidos hombros- y su inigualable emplazamiento. King Kong sabía lo que se hacía. Pero no quiero olvidarme de los “primos” del Empire: edificios como el Chrysler, probablemente el más bello de la ciudad y exponente máximo del Deco, quizá la corriente estética más afortunada de la historia; la Freedom Tower, que ha sustituído exitosamente a las añoradas Torres Gemelas; o el GE Building del Rockefeller Center, la aguja vertical más asombrosa en la ciudad del asombro. Ninguna otra construcción de Manhattan ofrece tal sensación de altura y poder, hasta el punto de crear auténtico sobrecogimiento, especialmente observada de noche. Ni siquiera necesita el Prometeo forrado de oro de la base para lograr tal efecto, aunque ciertamente es una buena adición.
Otro lugar apabullante, y no por la altura, es Times Square, el cruce de caminos en el cual late el corazón de la ciudad. Times Square anega por completo los sentidos con una explosión de luz e imagen en movimiento, la fantasía desatada de cualquier publicista. Tras haber estado en otros grandes cruces comerciales del mundo como Piccadilly Circus o Shibuya, puedo decir tranquilamente que ni se acercan a Times Square; su escala y espectacularidad se antojan inalcanzables. Lo único que desluce su esplendor –aparte de las ocasionales obras- son los dichosos pedigüeños disfrazados de personajes de cine y TV, tal como ocurre con la madrileña Puerta del Sol; es una atracción que sólo pueden seducir a los espíritus más vulgares, y que para colmo no pasa ningún filtro de calidad, estropeando la estética de la plaza en nombre de la tolerancia mal entendida. Más valdría a estos espantajos emplearse en puestos igual de poco cualificados, pero más dignos, como los taxis a pedales de Central Park (me sorprende que ningún progre haya puesto el grito en el cielo por una imagen tan políticamente incorrecta como la de un negro transportando a pedales a dos e incluso tres blancos). Porque Nueva York ciertamente tiene sus sombras, pero de eso y más os hablaré en la siguiente entrega.
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